Cuando lo que molestan no son las palabras, sino lo que implican.
El uso del ‘filete’, más que una cuestión semántica, es una disputa que revela la resistencia de la industria a perder privilegios.
Tiene algo de absurdo ver cómo el sector cárnico y pesquero protege palabras como ‘hamburguesa’, ‘filete’ o ‘atún’, ante el avance plant based como quien intenta poner vallas al campo. Como si las palabras pertenecieran a quien las inventa o las define, ajenas e inmunes a la democratización, a cualquier transformación cultural y blindadas a la evolución de la lengua que va ligada a los cambios sociales.
Este debate de las nomenclaturas resurge cual eterno déjà vu legislativo, tras la reciente decisión de la Comisión Europea de presentar un proyecto que pretende censurar hasta 29 términos como ‘hamburguesa vegana’ o ‘salchicha vegetal’. Porque en plena era de desafíos climáticos y económicos, lo más importante para ciertos políticos es que alguien confunda las legumbres con la carne.
Pero hay malas noticias para la explotación animal: la historia del lenguaje gastronómico siempre ha sido un carnaval de licencias poéticas y deliciosos trampantojos. Nadie se siente molesto porque el ‘tocino de cielo’ no lleve tocino. Ni exigen que el ‘pan de higo’ sea una hogaza amasada de trigo. En nuestras mesas nunca ha salido a debate que el ‘brazo de gitano’ no contuviera extremidades humanas o que los ‘dedos de santo’ no estuviesen compuestos por tales partes. ‘Las lenguas de gato’ nunca llevaron ni lengua ni gato y ‘las setas ostras’ tampoco vienen del mar. Sin embargo, pretender que la palabra ‘hamburguesa’ solo pueda usarse para referirse a la carne picada de un animal es tan ilógico como exigir que el ‘pepito de ternera’ incluya de forma literal a un tal Pepito dentro de dos rebanadas. Y es que si algo enseña la cocina, es que nombrar no siempre describe; muchas veces, sugiere, evoca y conecta.
Y por todo ello, lo de ‘absurdo’ viene a que aquellos que claman contra el uso de ‘salchicha vegetal’ llevan décadas vendiendo ‘palitos de cangrejo’ que no llevan cangrejo. También son los mismos que han permitido que el bacon o el fuet puedan ser de pavo cuando originariamente es de cerdo, o que una ensaladilla rusa o una tortilla a la francesa, no tengan la necesidad de venir con el pasaporte de sus países correspondientes.
Tampoco les molesta que el sándwich vegetal, lleve de todo, desde: huevo, queso, atún o jamón York (que, ¡spoiler!, no es originario de York), y que no se limite a lo que su nombre indica (tal y como ellos exigen). ‘Vegetal’ en su argot es cualquier alimento derivado de animales custodiado por dos hojas de lechuga y unas rodajas de tomate. Esta licencia, les permite continuar fabricando y vendiendo wraps, sándwiches y bocadillos ‘vegetales’ sin el menor reparo, mientras a las personas veganas les merma la esperanza de encontrar un auténtico sándwich vegetal en cualquier máquina expendedora o lineal de supermercado.
Entonces, el verdadero problema no es el diccionario ni las nomenclaturas, al menos tras analizar lo anterior. A la vista está que les ha dado igual nombrar cosas que no existen para identificar un alimento. Lo que pasa es que lo ‘vegano’ siempre molesta y levanta ampollas, porque cuando alguien compra ‘albóndigas vegetales’, no lo hace engañado como quieren hacer creer a la población. Los consumidores saben que esas albóndigas no contienen tendones, carne o grasa animal. Las elige por otras razones: sostenibilidad, salud o ética. Y ahí es donde duele: no en la palabra, sino en lo que representa.
El lenguaje evoluciona porque la sociedad cambia, y el lenguaje culinario es uno de los más libres. Lo fue siempre. Prohibir “hamburguesa vegetal” no va a detener que cada vez más gente prefiera legumbres y setas sazonadas a un medallón sangrante de ternera. Solo retrasa lo inevitable. Porque las palabras no son propiedad privada: son reflejo vivo de lo que la sociedad come, piensa y siente. La gente dice “salchicha vegetal” no porque crea que lleva cerdo, sino porque describe una forma, una textura, una manera de cocinar. Es lenguaje funcional, no un fraude, así lo han demostrado varios estudios. Querer hacer creer lo contrario es meter ruido de quien ve tambalearse un modelo de negocio.
Quien ve perder privilegios no le queda otra que contraatacar. Y es que la industria cárnica, láctea y pesquera, siempre ha empleado a su favor el lenguaje.
Estos lobbys llevan años utilizando la palabra como una herramienta para suavizar y enmascarar el sufrimiento inherente a la producción animal. Hasta ahora, se habían hecho con este poder, un comodín que les permitía domesticar la realidad y distanciar emocionalmente al consumidor del origen inhumano que hay detrás de sus platos. Llamar ‘filete’ a una porción de músculo, o ‘hamburguesa’ a un trozo de carne picada, ha servido para ocultar el dolor y la violencia, creando una barrera de indiferencia que facilita consumir sin cuestionar.
Como señalaba Carol J. Adams en su libro ‘La política sexual de la carne’, estos términos ayudan a que las personas no vean ni sientan el maltrato que hay detrás de lo que comen. Al usar palabras que suenan neutras o incluso apetitosas, se crea una distancia entre el producto y el sufrimiento real del animal. Así, es más fácil consumir sin pensar en el dolor ni en la violencia que implica su producción, manteniendo una especie de ‘ceguera’ que protege al consumidor de enfrentarse a esa realidad incómoda.
Durante años, han jugado al arte de disociar el sufrimiento mediante la palabra, empleando eufemismos y adornos que maquillaban una realidad cruda y dolorosa. ‘Jamón’ suena mucho mejor que ‘pierna curada de cerdo’. En el caso de los productos marinos ‘hueva’ podría etiquetarse como ‘ovocitos de pescado procesados para consumo’. El queso, ese gran estandarte alimentario, debería venderse como ‘alimento derivado de la coagulación y fermentación de la leche animal’.
Si ellos siempre han tenido el poder de la palabra… ¿por qué el sector plant based no puede jugar en la misma liga? Los productores de alimentos vegetales usan el comodín de lo establecido que permite nombrar con claridad opciones que no se esconden tras los muros que aguardan sufrimiento y explotación. Ahora, la palabra se pone al servicio de la transformación, pudiendo dejar atrás un telón que protege a una industria cruel e insostenible.
En realidad, lo que realmente asusta no es la supuesta ‘confusión’, sino la transformación de la cultura que refleja ese diccionario. Que cada vez más personas usen esas palabras para productos sin sacrificio animal, reapropiándose de su significado. Que la carne quede obsoleta y que esas palabras, lejos de perder sentido, se llenen de nuevos significados más acordes con nuestra época.
El lenguaje nunca ha pedido permiso para evolucionar. Quien intenta frenarlo solo demuestra miedo a lo que esas palabras empiezan a significar. Porque las palabras no pertenecen a quienes las acorralan, sino a quienes las usan y las transforman. Y mientras algunos se empeñan en frenar el cambio (ojalá fuera el cambio climático), el lenguaje, como la vida misma, sigue su curso, evolucionando y adaptándose, reflejando lo que realmente somos y hacia dónde queremos ir.
Laura Jiménez Orts
Responsable de Comunicación de la Unión Vegetariana Española.